Perder el paraíso”, el reinado del mal en el mundo; una novela de Luis Chávez

“¿Qué somos Crista?, ¿hemos perdido de verdad el Paraíso?”, esta es la inquietante pregunta que hace el personaje principal de la novela “Perder el paraíso” del narrador tabasqueño Luis Chávez Fócil, pero además hay otra interrogación no formulada: “¿alguna vez fue nuestro ese paraíso perdido o robado?

Para perder algo primero hay que poseerlo, la interpretación común del tópico literario: paraíso perdido, nos arrastra obligadamente al mito bíblico del Génesis, al Jardín del Edén, a la edad de la pureza, al estado de la desposesión total, o inconsciencia absoluta. Si el acusador, Satán, fue capaz de robarles a Eva y Adán, ese hipotético estado del ser primordial, fue por la inconsciencia. El inconsciente es el incapaz de cuidarse así mismo.

Al comentar la consciencia agónica en Unamuno, el maestro Juan David Sánchez Vaca, advierte con justeza que, mientras estemos teniendo consciencia de nosotros mismos, es imposible que nos roben el ser. Luego entonces, la sustracción de ese “estado primordial del ser”, según la tradición: la inocencia, la pureza y demás cosas asociadas, solo puede ocurrir cuando dejamos de pensar o cuando de plano entramos en verdaderos momentos de estupidez, pero el ser sigue ahí.

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“Perder el paraíso”, el reinado del mal en el mundo; una novela de Luis Chávez

por Carlos Adánenero 22, 2022

“Perder el paraíso”, el reinado del mal en el mundo; una novela de Luis Chávez

“¿Qué somos Crista?, ¿hemos perdido de verdad el Paraíso?”, esta es la inquietante pregunta que hace el personaje principal de la novela “Perder el paraíso” del narrador tabasqueño Luis Chávez Fócil, pero además hay otra interrogación no formulada: “¿alguna vez fue nuestro ese paraíso perdido o robado?

Para perder algo primero hay que poseerlo, la interpretación común del tópico literario: paraíso perdido, nos arrastra obligadamente al mito bíblico del Génesis, al Jardín del Edén, a la edad de la pureza, al estado de la desposesión total, o inconsciencia absoluta. Si el acusador, Satán, fue capaz de robarles a Eva y Adán, ese hipotético estado del ser primordial, fue por la inconsciencia. El inconsciente es el incapaz de cuidarse así mismo.

Al comentar la consciencia agónica en Unamuno, el maestro Juan David Sánchez Vaca, advierte con justeza que, mientras estemos teniendo consciencia de nosotros mismos, es imposible que nos roben el ser. Luego entonces, la sustracción de ese “estado primordial del ser”, según la tradición: la inocencia, la pureza y demás cosas asociadas, solo puede ocurrir cuando dejamos de pensar o cuando de plano entramos en verdaderos momentos de estupidez, pero el ser sigue ahí.

La idea de perder el paraíso, que algunos dicen es una especie de muerte ontológica, pues se acusa a Satán de “robarnos” ese ser primordial por medio del engaño, proviene del Génesis 2: 17, “pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”. “Y la serpiente dijo a la mujer: ciertamente no moriréis. Pues Dios sabe que el día que de él comáis, serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal”.  Génesis 3:4.

Según esto, el mal se instala en el mundo como pérdida o muerte del ser primordial, el ente de pureza, pero este es un razonamiento absurdo, pues todos sabemos bien que el ser, como tal, no se puede perder o hacerse el olvidadizo, dado que no podemos ni siquiera imaginarnos no existiendo sin tener terror o repugnancia al vacío, en todo caso, lo que ocurre con la metáfora de la pérdida del paraíso, es una transmutación de inconsciencia a consciencia: se trata de la adquisición de una consciencia para elegir, para el autocuidado y para la responsabilidad de la existencia. Es lo que se ha dado en llamar libre albedrio, una cosa que tanto dolores de cabeza ha dado.

El mal ocurre no porque un ser diabólico se apodere de nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras acciones, si no por razones más humanas, más explicables que llevan a los individuos a asumir conductas dañinas como pérdida del paraíso de la consciencia.

Sucede que Luis Chávez toma esos tópicos metafísicos como el mal primordial, el pecado, la inocencia, la justicia, la libertad, para construir una novela de lo inefable y lo indefinible; se trata de un mecanismo de escritura que desemboca, buscando la purificación mediante el pecado, en una ascética del mal.

El punto es que los personajes de Chávez, dos mujeres, una blanca y una negra, una llamada Lucita y la otra Crista, son un par de verdaderas sicópatas asesinas que se asumen como “justicieras”, solo matan hombres malvados que juzgan o prejuzgan, sin más pruebas que las denuncias de sus víctimas, son machomicidas.  Es extraño, pero el autor es muy cuidadoso con la moral de género, incluso en la criminalidad suprema, y deja claro que el motor de la vocación asesina de ambas, es el diablo.

Perder el paraíso, no pretende instalar una escritura de sosos artificios de originalidad, ya sabemos de entrada que todos los poemas son mediocres y la mayoría de las novelas son para olvidar, pero no por eso dejan de ser ni menos poemas, ni menos novelas (Goodman), entonces Chávez trabaja con productos conocidos, con marcas comunes, el reto estilístico que se impone es ver de qué manera puede construir una ruta alterna por medio del lenguaje a esa pulsión del mal que todos tenemos y de la que culpamos a una cosa llamada Satán (el acusador, el chismoso, el delator).

La novela de Luis Chávez es barroca churrigueresca; recargada con hábiles y lujosos manejos líricos, el texto resultante es una delicia de lectura que reta la pereza mental, la pereza imaginativa, la pereza creativa de los novelistas de moda.

“Miríada de luciérnagas, como anémonas del aire en el flotante verde puntiagudo de su rumbo, cruzó a la distancia entre los árboles, tejiendo la maravilla cordial de la esmeralda hecha astillas”.

El estilo con el que describe, más que describir es un hablar, son murmullos de hojarasca, vagos aleteos de antiguas tertulias: “A su servidumbre estaban dos gélidas criaturas, seres repetidos en sí sin eco alguno…

Perder el paraíso es una novela barroca, porque así es el diablo, un ser retorcido como Lucita, cuyo nombre recuerda a Lucifer, una especie de bruja magnífica que aprende los secretos de una herbolaria mortal y de ella hace oficio vengativo. Tal es el caso que su andar por su mundo “justiciero” lo inaugura cocinando un caldo con los viejos huesos de su madre, asistida por su nana y cómplice Crista, hija auténtica del diablo, ese que anda a caballo dejando su olor de azufre por las lejanías.

En esta novela de Luis Chávez hay de todo, menos aburrimiento. Dios anda por ahí como una apariencia sin sorpresas, ya no hay nada inhabitual. Lo más controvertido como un profeta negro que se convierte en blanca paloma milagrera es parte de la monótona imaginería apocalíptica y postmoderna con lo que el autor juega sórdidamente.

Así, cuando se habla de “Perder el paraíso”, es inevitable no pensar en la epopeya clásica del inglés Milton, el Paraíso perdido y recobrado, un largo y puritano poema que alguna vez en la vida hay leerlo. El tema es el mismo: los seres humanos como juguetes del infame mecanismo del mal y del destino, la libertad anulada por la inconciencia; razón e inteligencia en disputa, ruptura del orden establecido, el yo y el mundo. Todo esto para echarle la culpa de nuestra maldad a la serpiente. En fin, como sea, hay que leer esta novelita de Luis Chávez, porque el paraíso es todo eso que es y nunca es lo suficiente, el autoengaño de la elección porque no elegimos nada, somos lo que hay.

“Perder el Paraíso”, 81 páginas, edición de la Secretaría de Cultura de Tabasco, 2020.

Luis Chávez Fócil, Frontera, Centla, Tabasco, 1949. Ha publicado “Cómo duele la palabra nunca”;  “Los hijos del mundo entero”; “El capitán don Ernando”; “Deltreando sirenas”; “Cuentos de humor en el sureste” y “La ancianita James”.

COMMENTS

  • Muchas gracias al escritor y maestro Jeremías Marquines Castillo por su reseña a mi novela, muestra del ejercicio difícil de escritura que engloba el rubro cultural donde vivimos y que, para trabajar e él, uno depende del deplorable y experimental juicio, digamos, de regidores que están pal’ tigre.

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